A finales de marzo reabrirán el panteón de San Fernando, en el centro de la ciudad. Este panteón fue cita obligada y última morada para los célebres mexicanos del siglo XIX. Es seguro que en estos días, en los diarios, aparezcan notas al respecto. Quien lo haya conocido hace unos treita años sabrá que con todas las remodelaciones que ahora experimente no podrán serle restituidas sus verdaderas joyas. Sí, ahí está la tumba de Vicente Guerrero, de Ignacio Zaragoza y de Benito Juárez, pero también la de muchos mexicanos a los que el tiempo les robó su memoria. En los numerosos nichos que conforman las paredes del panteón había lápidas de una silvestre belleza: "Caminaba al altar, feliz esposa, cuando llegó la muerte, aquí reposa". Relatos de causas de muerte-niña, epidemias, accidentes y sorpresas. Esas lápidas ya no existen, en su lugar unas placas de piedra indican el lugar de unos restos sin nombre, sin historia. Las tumbas de los héroes les devuelve un poco de la humanidad perdida entre tanto día festivo, parágrafo en libro de texto y monumento a su gloria, pero las tumbas de las muertes pequeñas, por lo menos para mí, son otra cosa. Contada su historia en apenas unas líneas uno invoca la pérdida, pero también la vida. Habrá que ir al panteón de San Fernando a llorar un poco por ellos, los sin lápida.
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