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Elsa RBrondo
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sábado, 30 de junio de 2007

LAS FRONTERAS

Cuando alguien nace en la frontera le es más fácil desplazarse, viajar, des-ubicarse. Mi abuelo nació en Monterrey, se trasladó con su padre durante la revolución a Nueva York no sin antes hacer escala en no sé cuántos estados de eso que llaman la “unión americana”. Luego, tras perder un ojo poniendo durmientes en esa mítica ciudad y después de obtener un título de contador, regresó a México y se instaló en Chihuahua. Ahí conoció a mi abuela y recién casados vinieron al Distrito Federal, omphalos del reino de la esperanza. Aunque, a partir de entonces, mi abuelo no viajó (salvo por las escapadas veraniegas al norte) se dedicó –junto con mi abuela— a recorrer la ciudad. Vivieron en todas las colonias conocidas, mudándose hasta dos veces por año. La diáspora finalmente terminó en Coyoacán (lugar de coyotes en nahuatl), pueblo, barrio y delegación de estirpe prehispánica, colonial y ahora posmoderna.

Mi abuelo era un hombre fronterizo, no temía desplazarse, quizá porque como a cualquier persona que viva en el límite le era fácil brincar al otro lado, algo que creo también comparten los que viven cerca del mar. Haber nacido en el omphalos de México supongo que produce el efecto contrario.

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