Hay ciudades que no tienen corazón, como Los Ángeles que se pierden en la vorágine de "free ways" que conectan zonas tan dispares como Westwood o East L.A. Pero en México, como afortunadamente en casi todo el resto del planeta, todas las ciudades tienen un centro del que se puede partir a cualquier dirección o al que se puede acudir para sentir el pulso de la vida. El corazón de los chilangos (por si acaso, el gentilicio popular de los que viven en el D.F.) es el Zócalo y ahí se instaló el Museo Nómada, proyecto del fotógrafo y cineasta Gregory Colbert. La entrada a una impresionante estructura de bambú del colombiano Simón Vélez, es gratis (aunque a la salida uno sucumba a la compra de "recuerdos" que, precisamente, hacen autofinanciable al proyecto). El recorrido es como las comidas de tres tiempos. Fotografías impresas en gran formato color sepia en un largo pasillo bordeado de agua, tres espacios audiovisuales y un último pasillo que repite la galería fotográfica de la entrada. Apenas iluminado y con una música que me recordó los mejores momentos del "new age", la experiencia es guiada a un estado casi de hipnosis (misma sensación que está en las imágenes fijas y en movimiento). El artificio de comunión del hombre con la naturaleza es llevada al punto de lo inverosímil (leopardos y niños juntos, elefantes nadando con adultos, aves de rapiña danzando en su vuelo con una mujer), pero reconozco que el efecto es reconfortante. Una ficción que pone de manifiesto esa problemática relación que tenemos los seres humanos con el entorno natural. Después de estar en ese vientre de bambú uno es expulsado a la selva de concreto: consignas políticas, bocinas de autos y el bullicio propio del corazón de mi ciudad. Críticas más severas o más amables aparte, la cantidad de gente que entra a la muestra me recuerda el derecho de todos los chilangos a una exposición de arte, a la experiencia estética. Si los museos son apenas visitados, bienvenido el Museo Nómada y las multitudes que se aglutinan para entrar a él.
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